El fuego: ¿qué arrasa?

“Hace algunos años en la Patagonia no había tanto viento”, escucho decir por personas que nacieron hace más de 30 años en la Comarca Andina. Consiento, hace algunos veranos que también me llama la atención el sonido del aire, refusilando entre los árboles.
Existe una brisa fresca y deseada cuando en el bosque la tierra flota y las temperaturas superan los 30°. Pero existe también un aire cálido que todo lo detiene, nada parece crecer bajo el sol del verano. Las plantas a la vera del río se achicharran.
No quiero acostumbrarme al sonido de los aviones que surcan el cielo, ni al de esos helibaldes que marcan un ritmo inestable y me erizan la piel.
El verano trae consigo un problema y es el fuego. El que se enciende en lugares indebidos, el que recorre el faldeo de la montaña y devora todo a su paso. Ese que en sus fauces salpica lenguas que trazan tristezas.

Epuyén quiere decir dos que van. Veo como si fuera una postal, la imagen de una casa intacta del ardor. El fuego dejó una huella en colores negros y grises a sus costados, como si hubiesen sido llamas que fueron a la par: dos que van.
Imagino el paso de una llamarada a un lado y al otro de esa vivienda. Una ancha y larga manguera mojando las chapas del techo, los canteros y la tristeza de sus habitantes.
La impotencia ante el fuego es total. Sin exageraciones. ¿Cuánto pueden unas manos? A veces tanto, otras tan poco. ¿Cuánto puede un cuerpo, una manguera, una gestión municipal?
Las lenguas del fuego, guiadas por el viento, todo lo arrasan. Cincuenta viviendas devoradas por las llamas, animales incinerados, cultivos y apiarios.
“El fuego llegó a siete metros de mi casa y me quemó la cumbrera”, dice Victor Diaz, un poblador de la Rinconada, paraje por el cual el incendio se extendió. “Dios bendiga tengo nieto, subieron arriba y desclavaron toda la cumbrera, le echaron agua y así salvé mi casa”.

El relato sigue en su voz paisana. Es morador de un campo donde había dos galpones que ya no están. Uno de 12 metros por 8; y otro de 10 por 15 metros. “Se me quemó todo, tenía toda clase de herramientas, de mi trabajo. Todo perdido: motosierra, desmalezadora…”, enumera Victor.
“Toda mi vida laburé en el campo haciendo volteo de madera, para los aserraderos, y junte herramientas y tenía miles adentro”, continúa contando mientras dentro del gimnasio que funciona como centro de evacuación circula gente en diferentes direcciones.
Una mujer policía sostiene en sus manos una lista con nombres, no permite que la prensa la vea. Está buscando gente de la cuál no se tiene información. Durante las catástrofes ígneas los animales se desorientan y corren. Nadie sabe dónde van, a veces regresan y otras veces no. Muchas personas se desorientan también. Algunas se alejan del calor de las llamas, otras se aferran a su tierra.
El operativo desplegado por ocho bases de brigadistas y bomberos voluntarios despertó la solidaridad de muchos de los municipios vecinos a Epuyén. La memoria de incendios anteriores se hace presente y lo que reina es la acción en comunidad: acopio de medicinas, alimentos y sobre todo agua potable.

Victor mira a los ojos de un movilero que sostiene un teléfono cerca de su garganta, para amplificarla a toda la Comarca, y cuenta que estaba armando una casa. “Tenía todo el equipo adentro, tenía cincuenta chapas, tenía membrana, tenía todo entablonado para hacer mi casa”, expresa. Acelera el ritmo de sus palabras y sentencia: “se me quemó todo, me quedó ahí, me quedaron solamente los montones”.
La creencia de Victor en algo más que sólo los cuerpos lo ayuda a entender, probablemente, lo que resulte increíble durante un tiempo largo. El poblador dice que “siempre estaba prevenido”. “Me compré una bomba naftera y con eso salvé mi casa”, cuenta con su voz entrecortada.
Explica que el fuego llegó en algunos momentos a arder a siete metros de distancia de las paredes de su casa, y en otros a un metro y medio. Para él, como para otros pobladores que viven de lo que les da la tierra, esto significa la pérdida de una parte muy significativa de su existencia.
En su campo, pastaban más de treinta ovejas de las que sólo quedaron siete. También escarbaban debajo de las hojas de los árboles al menos cuarenta gallinas, de las cuales quedaron cinco. “No me quedó nada directamente para seguir laburando, pero tengo un nieto y mi hija que me dan su apoyo”, dice Victor aguantando el llanto que empuja desde su pecho por salir.
La temporada estival es temporada de crías; nacen los corderos y pollitos. El campo se impregna de sonidos y olores. Las ovejas balan y sus cachorros parecen llamarlas ‘mamá’ en un canto de lengua afuera que a cualquiera hacen sonreír.
Hace algunos años atrás, en el 2021, otro incendio de interfase arrasó total o parcialmente con más de 600 viviendas, afectando a casi 2000 personas y causando la muerte de tres vecinos. La memoria ante cada aviso de incendio en la frontera entre lo urbano y lo rural estremece las pieles y enciende las alertas.
Durante las horas más intensas, el incendio presentó un comportamiento extremo, con rápida propagación y la generación de focos secundarios debido al viento intenso en la zona, con ráfagas de entre 60 y 70 kilómetros por hora. Las condiciones meteorológicas dificultaron las tareas de control y las autoridades decidieron evacuar obligatoriamente la zona de la Rinconada, donde habita Victor.
Él es una de las personas que se resistió a dejar su casa, su campo y animales. Cuenta que alcanzó a quedarse hasta las once de la noche, cuando la luz del verano comenzó a aplacar. “A las tres, tres y media llegó a mi casa y estuvimos hasta las ocho de la tarde apagando”, dice Victor al recordar el humo que desde el mediodía comenzó a ocupar el valle de Epuyén.

Otros pobladores de la zona tenían chivos, y también ovejas, que se quemaron una vez que el incendio los alcanzó. “Me acosté a las cinco de la mañana porque estaba pensando que una chispa me podría afectar de vuelta a mi casa” dice Victor. “Anoche no dormí, directamente”, cuenta con mayor entereza, seguro de las palabras que enuncia.
Sus ojos quedaron resentidos por el calor y en la posta sanitaria le aplicaron colirio. Él dice que “fue que me dio la calor directamente y continuamente y me quemó los párpados”. Cuenta que fue mientras salvaguardaba la bomba de agua que resultó clave para evitar que el fuego queme su vivienda.
¿Cómo se reconstruye una chacra luego del paso del fuego? ¿Cómo se reconstruyen dos casas? ¿Y cincuenta? ¿Existe reparación para la tierra arrasada?
La recuperación de un bosque después de un incendio varía dependiendo de la severidad del incendio, el tipo de vegetación y las condiciones climáticas. En términos generales, los bosques andino patagónicos demoran entre cinco y veinte años en recuperarse por completo. Los primeros en regresar son los ñires y radales, mientras que los cipreses y coihues tardan décadas en volver.
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