Todo sexo es político

“Todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces: primero como tragedia, luego como farsa”, dice Carlos Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, un folletín escrito al calor de los acontecimientos de la Francia de su época, que nos dejó una de las mejores interpretaciones sobre la disputa por el poder del Estado. Allí, en breve, intenta demostrar “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.
Así como Luis Bonaparte, Javier Milei puede pensarse como este personaje. Alguien mediocre y grotesco capaz de afirmar que “difunde como ciudadano” y no promociona como presidente una estafa piramidal como la de Libra. O de comparar, en el Foro Económico de Davos, a una persona homosexual con un pedófilo cuando es él mismo quien, en entrevistas televisivas, ha utilizado metáforas que hacen alusión explítica a la violencia sexual.
¿Qué es esta obsesión con la sexualidad infantil de La Libertad Avanza (LLA)? ¿Quién ha visto o conoce adultxs con “disforia de edad” que buscarían escabullirse en baños de niños (como si los hubiera)? ¿Desde cuándo “el Estado es un pedófilo en un jardín de infantes”?
“El sexo es siempre político, pero hay períodos históricos en los que la sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada”, dijo en 1984 Gayle Rubin en su ensayo Reflexionando sobre el sexo: notas para una teoría radical de la sexualidad. Vaya si lo es.
Si bien gran parte de lxs funcionarios y legisladores, así como el propio Milei y su círculo íntimo invitarían a indagar más profundamente la cuestión, las advertencias del 18 Brumario deberían bastarnos para concluir que no, LLA no es ni representa simplemente “una bolsa de pedófilos” (así como Marx refería al campesinado como una bolsa de patatas, por tratarse de una clase que no puede representarse políticamente a sí misma).
El pánico moral
Detrás de los dichos de Milei en Davos y de la reiteración al ano, las meadas, el uso de metáforas sexuales para referir a relaciones de poder e imposición, pretende instalarse un pánico moral. Y eso, como el resto de la bufonada, tampoco es nuevo.
El miedo, como motor y apelación para la política también se reiteran. Bonaparte -sigue Marx- es ante todo una respuesta al miedo: aquel que teme por su negocio, por el futuro, por la guita. Y cierra: “El burgués jadeante grita… Antes un final terrible, que un terror sin fin… Bonaparte -aunque casi digo Milei- supo entender este grito”. Luego avanza Marx para demostrar cómo gracias a aquella figura, el capital concentrado había vuelto a establecer un orden que garantizaraba sus intereses económicos: “Para salvar la bolsa hay que renunciar a la corona”.
Este cuento lo conocemos en Argentina. Cada quién estará pensando de qué tragedia es esta farsa. Según su orientación ideológica y las lecturas de la historia que de ella se deriven, podrá haber matices. Pero está claro que se trata de un nuevo capítulo (neo)liberal en donde el modelo de país que se procura responde apenas a los intereses de un pequeño y extranjerizado capital, cada vez más financiero e inmaterial y en el que la mayor parte de la población no tiene lugar. Ni en términos de empleo, ni de política pública, ni tendrá medicamentos o recursos energéticos para pasar el verano o soportar el invierno. Por tanto, hay que intentar persuadir, por otras vías, de que se hace parte de una fiesta a la que en realidad no fuimos invitados.
El gobierno intenta prohibir canciones que alientan el develamiento de abusos sexuales contra las infancias, desfinancia programas de educación sexual integral y despide al 40% de la planta de la Dirección de Respuesta al VIH, Hepatitis y Tuberculosis. Durante el 2024 fueron los gobiernos locales los que salieron a cubrir los faltantes de preservativos y métodos anticonceptivos, para garantizar los derechos (no)reproductivos de las niñas y adolescentes que el pánico moral pretende resguardar. ¿Cómo entender este fenómeno?
Gayle Rubin es una teórica y activista feminista famosa por proponer el sistema sexo/género para describir “el conjunto de arreglos mediante los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana”. Es decir, a mediados de los setenta Rubin propuso que los vínculos entre el sexo biológico, el género social y la atracción sexual son productos de la cultura, y no algún tipo de mandato natural. El contexto de sus dichos no era azaroso: comenzaba a diseminarse por Estados Unidos y Europa, así como con la implantación violenta en América latina, un nuevo ideario neoliberal que requería nuevos enemigos. Posteriormente (en el artículo citado al inicio esta nota) Rubin repara en que este nuevo liberalismo viene acompañado, paradójicamente, de una renovada ola de violencia, persecución estatal e iniciativas legales dirigidas contra las minorías sexuales y la industria comercial del sexo.
Los pánicos morales aparecen de manera reiterada en la historia estadounidense allí donde procura legitimar un nuevo orden: sucedió a fines del siglo XIX y luego otra vez en la posguerra. Cuando ella escribe, bajo la hegemonía de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la conducta sexual “inmoral” pretende servir de chivo expiatorio al sueño occidental nunca realizado. Al poco tiempo, la epidemia de VIH contribuiría a potenciar este pánico moral, delineando nuevas fronteras entre “ellos” y “nosotros”.
Que se entienda: afirmar que los dichos de Milei, como los de su séquito de funcionarios y trolls, son parte de la instalación de un pánico moral destinado a construir un enemigo, para otros fines (los intereses económicos) no significa de ninguna manera negar la violencia realmente existente que esos dichos producen (y promueven). Pero el gesto de Gayle Rubin de identificarlo le permite redoblar la apuesta: salir de la amenaza y el terror, para proponer especialmente la sexualidad como campo de disputa.
No estoy proponiendo (como sí hicieran la propia Gayle, Pat Califfa o Michel Foucault) la organización de clubes leather o BDSM como práctica teórico-política de subversión social. No hoy, por el momento.
El futuro es nuestro
Apenas pasado el 1F se trata de identificar un tipo de inclinación que nos encuentra desde el afecto y el reconocimiento, tanto de lo común como de lo que nos hace diversos. Reviso imágenes de plazas y calles plagadas de familias, sindicatos, vecinxs, artistas, organizaciones de todo tipo. Jóvenes y viejxs: quienes vivieron dictaduras, a los que se las contaron, y los que aún no saben quién fue Videla, pero hay algo de toda esa perorata de odio que no les suena bien en la figura presidencial, aunque lo hayan votado.
La fuerza de la movilización habrá sido más bien afectiva y expresiva, antes que tendiente a producir algún tipo de reacción específica: sabemos que por más que fuimos miles, millones y federales, no va a cambiar nada en las acciones de gobierno. Las demandas que aglutina este frente son heterogéneas: van desde la garantía de los derechos conquistados por los colectivos LGBTQ+ y feministas, a la denuncia por el desfinanciamiento de las brigadas contra los incendios; reclaman alimentos para los comedores populares y señalan “cercenar prestaciones a la discapacidad es fascismo”.
Así, sus logros son imposibles de medir en términos de modificaciones específicas. Tampoco pudo capitalizarlos un partido o un sector político. Se trató de reivindicar los valores de la democracia, el respeto por el pluralismo y el reconocimiento de la igualdad humana. Algo tan simple, que parece tan poco, tan de mínima. Y sin embargo había que hacerlo. No se podía permanecer indiferente.
Y una vez más fueron lesbianas, putos y travas quienes ante el agravio y la violencia, devolvieron la piedra. Con su capacidad de generar destellos en la política, cada vez que la sexualidad es lanzada al espacio de la discusión democrática. El antifascismo del 1F fue festivo y orgulloso, se inscribió en una larga trayectoria histórica y se proyecta hacia el futuro de formas aún desconocidas. Este 8M se redoblan los motivos para estar en las calles. Comienza desde allí (como decía el viejo Marx) a escribirse otra historia.
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