Ver el humo correr

Vanesa Soto vive en Mallín del Medio. Su casa siempre fue campo, fue bosque, fue la convivencia entre los diferentes animales, la presencia de los pájaros y el paisaje de las cumbres nevadas.
El 30 de enero el fuego comenzó a arder en la montaña, donde apenas Vanesa pudo reconocer. Recuerda que esa tarde pensó y dijo: “eso es en Wharton”. La columna de humo comenzó a desplazarse, y con ella la preocupación le recorrió el cuerpo entero.
Vanesa se encontraba cuidando otra chacra, lejos de la suya. Debajo de un manzano, mientras recuerda esa tarde confiesa que “no sabía si cuando volviera estaban mis viejos”.
La chacra está rodeada por un jardín de flores que luego del incendio resiste al apetito de las ovejas. Vanesa cuenta que son más de las que pueden tener pastando, por la cantidad de verde que se tornó gris y negro, color carbón. Es otra de las dificultades que deja a su paso el fuego.

El incendio Confluencia afectó una superficie de más de 3800 hectáreas. Según el relevamiento realizado por la provincia de Río Negro, junto al municipio local, 144 viviendas fueron afectadas en su totalidad por las llamas del fuego, y otras 61 de manera parcial. Además de 64 galpones y talleres. En su mayoría eran casas, talleres y chacras propias.
En el marco del mismo fuego, un viejo poblador falleció en la defensa de su hogar. Vanesa cuenta que “no hay más muertos por suerte, porque preparación: nada”.
Entre los habitantes alcanzados por las llamas se encuentran al menos 64 productores y productoras que lo perdieron todo: alambrados, animales, colmenares, invernáculos, pequeñas fábricas, chiqueros, huertas y frutales. También artesanos y artesanas que perdieron sus talleres.
El fuego rodeó las casas, las quemó tanto como a los árboles. Sin esos pulmones hay menos retención de la lluvia, menos reparo del calor. Sin las casas, también.
Vanesa es una caminante de las montañas, reconoce las plantas que la abrigan del sol, también las que le perfuman los senderos. Cuenta también que fue convocada, a principios del verano, a trabajar en el Área Natural Protegida donde el fuego comenzó. Un espacio que recibe, sin exageración alguna y por registro propio, un promedio de 50.000 visitantes cada temporada de verano.
El Área Natural Protegida Río Azul – Lago Escondido tiene un total de 65.000 hectáreas, de las cuales se quemaron por completo más de 2.000 de bosque nativo. “Metieron un montón de gente, fue libre albedrío”, dice Vanesa al tiempo que demanda en voz alta planes reales de prevención y contingencia ante incendios.
La insistencia en un plan de cuidado del área natural protegida no es nueva: viene desde diferentes organismos como sugerencia, también desde la misma Anprale como exigencia pero aún así, fue desoída por las autoridades provinciales. La medida piloto que se tomó fue el aforo de ocupación, limitando la presencia de caminantes a 1.000 por día.
Vanesa caracteriza el riesgo y asume que año tras año sube “gente que no sabe moverse en la montaña, que no sabe la vestimenta, el camino, el calzado…”.
Aquello que se denomina interfase, que es la convivencia de bosques y viviendas, significa un desafío para los sistemas de prevención contra incendios. Es preciso planificar las ciudades y áreas rurales para no sólo cuidar la vida humana, sino también el cuidado de los ecosistemas.
Quien entra en la montaña, entra a un ecosistema frágil y a su vez infinitamente poderoso. El fuego es un ejemplo de ello.

Lo dañado
Las listas de personas y familias afectadas aún giran sin cesar entre teléfonos, redes sociales y comentarios. Tomar dimensión parece ser algo que vendrá después. Todavía todo es durante: el calor de la tierra, el viento, el vacío, desamparo, insuficiencia, llanto.
Vanesa sonríe. Parece reconfortable saber que sus primeros pensamientos al ver la columna de humo crecer no fueron completamente acertados. Su casa es un vergel, sobrevivió al fuego pero su alrededor no tuvo la misma suerte. Detrás de una hilera de árboles todo se reduce a polvo, ceniza que al caer de los pasos se convierte en un gris aire en suspensión.
Recuerda que ese “día fue el de más calor de la temporada” y define al viento como un “viento masónico, de calor y algo de humedad”, poco sino escaso en la región.
Durante los días que las llamas estuvieron más activas, Vanesa se mantuvo en guardia de fuego. En el bosque que rodea su casa había al menos 4 focos activos. Ella dice “quienes quedamos fuimos los propietarios. Haciendo cortafuegos, barriendo al ras de la tierra, de la tierra caliente”.
En su chacra está acompañada no sólo por su familia, sino por sus perras. En especial Mora, una negra, la acompañó cada vez que montó la guardia de fuego, y luego la de ceniza. “Cuando arde el fuego, escuchas un chispeo”, cuenta Vanesa. Pinta el recuerdo con una frase: “yo le decía ‘busque, busque’ y ella me marcaba”. Mientras lo cuenta busca ver qué hace la perra, que recostada en el vergel y a una sombra mueve las orejas.
“Un día fue un ciprés”, dice Vanesa, con un tono un tanto triste. Este árbol crece entre 20 y 25 metros de alto, y lo hace muy lentamente. Pueden vivir entre 100 a 300 años; y algunos longevos alcanzan incluso los 500. Es una de las pocas especies nativas que no rebrota luego del fuego, para recuperarla hay que sembrarla.
Cuenta también que caminaba sofocando la tierra encendida hasta que la oscuridad de la noche no la dejaba ver. Cargó por largos metros tres baldes, incluso bidones, llenos de agua desde el canal que pasa por el límite de su casa, en la parte más alta de la chacra. De esa manera, poco a poco, enfrió la braza que aún ardía.
Vanesa hace memoria, del fuego y más atrás en el tiempo. Dice: “ir al bosque, a nuestra reserva forestal, son historias, no hay ni un árbol verde. Cipreses quemados, que fueron podados por mi abuelo. Es el bosque donde mi hija hacía sus casitas. Ahí era todo juego, ahora es todo desolación”.
Una de las noches más horribles, de cielo naranja y caos social, ella recuerda que le habló a su papá, a sus ojos un hombre “muy de la tierra”. “Le dije que le pida a la madre que ya, que se apague, y lo vi pedirlo”.
En su relato, debajo de ese manzano, rodeada de ciruelas maduras y achicharradas por el calor del fuego, Vanesa trae constantemente una conciencia subterránea: cuando sufre la tierra, sufre su gente y con ella: la vida entera.
Como nativa pobladora, Vanesa relata que “nos quedamos con la anécdota, la historia de años… de bosque quemado”.
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